La imagino en una playa inmensa y sin explorar apenas, con una camiseta
blanca de algodón que trata de explicarle al sol qué significa la palabra armonía. Corro
en dirección hacia ella, con la vista puesta en la estrechez de unas caderas
que sonríen por sí solas; y me
piden que las sujete con ambas manos, las palmas completamente estiradas y un
suave golpe de yemas que ayude a contornearlas.
M. no es el típico maniquí con la costumbre prototípica de la estética por
la estética; M. odia los escaparates casi tanto como a ella misma. Por eso los
días se han convertido en suspiros, y los suspiros ya casi se han equiparado
con la Sra. Sístole y la Sra. Diástole; esas que, en labios del que pasó 19
días y 500 noches tratando de olvidar, nunca tuvieron dueño. Aunque no puedo
negar mi afán porque así sea, y esto es algo que ella sabe como nadie. Quizá
sea esa la razón por la que adora el juego.
Por tantas razones además de las ya expuestas, no me culpo de sucumbir a
sus encantos. Sé que finalmente M. también será capaz de mirar a través de
todas mis derrotas y encontrarse conmigo; contemplar esa mansión en ruinas cuyo
encanto reside precisamente en esa deconstrucción que la hace única, para pintar todo ese caos con el color de
sus problemas.