martes, 30 de agosto de 2011

Una de romanos.

 El manípulo avanza en vanguardia hacia el erizo macedonio. Aún está lejos pero la imagen de cientos de sarissas macedónicas dirigidas contra nosotros sobrecoge a todas las cohortes; igual que mirar los dientes de un lobo. Los pies de los ochenta hombres, que integramos la tercera centuria, de la segunda cohorte avanzamos al unísono. Debemos llegar todos, sin desorden ni espacios vacíos en las filas; de lo contrario aquellos que  lleguen vivos para el asalto podrían verse solos, y como es de esperar no durarían mucho.
Estoy situado en la tercera línea del manípulo de a ocho, rodeado de hombres y aun así me siento solo.  A través de las nucas de los legionarios veo tomar forma a mis miedos. Nuestra respiración se acelera, el aliento choca con el borde del escudo. Aprieto con fuerza el hombro  derecho del compañero que me precede; en contraste la mano de Emiliano está tranquila, no siento variación en su conducta. Algo vergonzoso; pues yo soy el mayor de los tres y por lo tanto quién debe cuidarlo.
El centurión Julio Brote ordena que formemos en testudo; los decuriones  pasan la orden y nos escondemos del cielo de Heros bajo nuestros escudos. Nos apretamos los unos con los otros, y el sudor a miedo de ochenta hombres provocan que el aire del habitáculo formado por los escudos sea nauseabundo; nos estrangula nuestra propia olor. Oímos una especie de silbido de serpiente; estamos al alcance de sus proyectiles. Las flechas impactan contra la formación, los tenues rayos del sol que se cuelan por los bordes de los escudos parpadean. Algunos proyectiles encuentran carne pues oigo gritos, blasfemias y ruegos. Siento que algo toca mi escudo y aprieto con más fuerza el hombro de mi compañero de armas. Espero no tener que sustituir a nadie de la primera fila.
El centurión ordena un alto, los macedonios lanzan otra descarga contra nosotros; cuando el silencio se restablece reabrimos la marcha. Recorremos unos doscientos metros a paso de mula, durante el camino paso por encima de los cuerpos de tres legionarios. La mano apoyada en mi hombro no ha cambiado en ningún momento: Emiliano continua vivo. Un silbato suena tres veces, rompemos el testudo y formamos en líneas abiertas. Ahora a través de las nucas de mis compañeros veo con claridad al erizo.
Una falange de pezherataitroi de dieciséis filas con un total de 235 hombres, nuestro manípulo se ve pequeño; reconozco que me produce una fascinación obscena ver como se mueven las armas del enemigo. La mayoría cubren su cuerpo con linothorax de lino o cuero pero también observo corazas de bronce que imitan la forma del torso desnudo de un hombre. Cubren su pierna izquierda con una greba la mayoría de cuero como mi coraza; la mayor diferencia entre su equipo y el nuestro está en los cascos, mejores que los nuestro utilizan estilos frigios o beocios, algunos son azules y unos pocos llevan crines para incrementar la altura de su porteador.
Inmediatamente miro a mi derecha e izquierda, me alivia ver el polvo que levanta el avance de otras centurias de la triplex acies. Un tribuno a caballo se acerca, intercambia unas palabras con el centurión; parece ser que estamos unos pocos metros adelantados del resto de las unidades de combate.
Se escucha un silbido, avanzamos, el corneta toca parada. El manípulo y la falange se miran las caras. Diez metros de distancia nos separan, y sus cinco filas de sarissa en ristre hacen que parezcan quinientos. La primera fila arroja sus pilum, suena el silbato, la primera fila retrocede. Rotamos la segunda ocupa su lugar; libero el hombro de quién me precede, lanza su pilum. Emiliano suelta mi hombro; la tercera fila se sitúa  en cabeza. Ya puedo verles la cara: bendito espectáculo los pezherataitroi están asustados. Su formación se tambalea; su primera, segunda y tercera fila están prácticamente deshechas. Lanzo mi pilum al unísono con el resto de mis compañeros, se escuchan gritos y varias sarissas se desploman resultando tan amenazadoras como las ramas caídas de un árbol. Se oye un silbato que toca a carga, y me percato de que la tercera fila es ahora la primera; desenvaino mi falcata y posiciono mi escudo en horizontal a manera de ariete, cargo hacia una masa de cuero y bronce. El manípulo avanza como si fuese una única bestia gritando y maldiciendo. Los hombres de las últimas filas cantan canciones para infundir ánimos.
El enemigo intenta rehacer sus líneas pero resulta en balde. Esquivamos con facilidad las pocas sarissas que nos amenazan y arroyamos a sus portadores, muchos huyen incrementando la aglomeración de hombres y a la confusión. Con mi escudo golpeo los huesos de una masa de carne, ante mi aparece un rival con coraza de bronce que me ataca con su sarissa partida; pero una lluvia de pilums le atraviesa el pecho y otros caen muertos a su alrededor; la cuarta fila nos da cobertura. Utilizamos nuestros escudos ovales para desequilibrar al enemigo e introducirnos en sus filas apuñalando sin piedad, como lobos que encuentran una cuna abandonada en el bosque.
Provocamos el lloro en hombres armados; lanzo tajos por debajo de sus piernas. Las grebas guardan los muslos macedonios pero el cuarto tajo encuentra carne y la arena se tiñe de sangre y orines. Continuo hacia delante, de los enemigos heridos se encargaran los hermanos de detrás. Veo una espalda desnuda, la hiero y grita; al momento unos brazos me sujetan los hombros pero enseguida pierden fuerza. Me libero de su llave y el cuerpo que hay detrás de esos brazos es el de un niño. Los pezhetaitroi empiezan a reaccionar ante la situación abandonan las sarissas y desenvainan los kopis; ya no existe la formación y el orden, nos matamos a dentelladas como aguiluchos dell mismo nido. Un legionario cae ante mi gritando y agarrándose una herida en el muslo; el rival que le ha provocado la herida está de rodillas en el suelo. Me ataca, rechazo su golpe con el escudo y le asesto un tajo vertical en la cabeza, su pobre casco de cuero se resquebraja ante el impacto, su frente y ojo izquierdo han quedado dañados. Unas manos me hacen a un lado, es el legionario herido, se abalanza al cuello del pezhetaitroi, ese ya no causara más problemas. Entre el polvo levantado busco a un enemigo; veo un espaldar de bronce, apuñalo la ingle de su porteador; éste cae al suelo gritando como una mujer y únicamente cesa cuando otro legionario le atraviesa el cuello con un gladius. Avanzo pisando a los muertos; un camarada cae herido con una brecha que le cruza toda la frente, masa cerebral asoma por la herida. Su atacante viene hacia mi, alza su escudo con los bordes manchados de sangre por encima de los hombros, (no voy a perder el tiempo en preguntarle que pretende). Me agacho y al mismo tiempo me cubro, siento el golpe, hundo mi falcata en su vientre. Suelta el escudo y le propino un tajo de derecha a izquierda que le rebana la garganta; su sangre salpica mis parpados y el bronce de mi casco.
Una cota de malla aparece ante mi; solo hay un hombre en el manípulo que lleve ese tipo de protección: Emiliano. Intento darle alcance; está cerca pero lejos a la vez. Emiliano se agacha para hundir su gladius en el vientre de un enemigo caído enemigo; continuo avanzando y cuando llego a la altura de aquel mismo enemigo hundo mi falcata en él; grita aún vive pero no amenaza. Una vez logro alcanzar a Emiliano le grito pero no escucha; está ocupado desollando a un hombre. Miro a mi alrededor y mi valor expira; a diez metros por delante nuestra hay una falange de reserva que nos amenaza con las sarissas. Escucho un sonido cortante y al segundo un romano yace en el suelo. Los macedonios nos hostigan con proyectiles, el manípulo hace rato que ha perdido su cohesión vital; el combate cuerpo a cuerpo ha roto nuestra unidad y desecho la disciplina, cada legionario lucha solo y eso lo hace una presa vulnerable para los proyectiles que los peltastas nos arrojan protegidos dentro de la falange. Algunos peltastas abandonan la protección de la infantería pesada para tener un mejor ángulo de disparo, unos pocos incautos les persiguen pero los peltastas se refugian en la falange y los legionarios quedan ensartados en las picas. Oigo un trueno, la voz del centurión que llama a los hombres para reagruparse. Los proyectiles se ceban con aquellos cuyo escudo ha sido inutilizado. Una jabalina alcanza al caballo del tribuno; cuando el animal cae éste queda inmovilizado por el peso. Grita mucho, pero ni podemos ni queremos ayudarle. La falange avanza hacia nosotros, retrocedemos como podemos esquivando cadáveres y abandonando heridos. Unos pocos hombre permanecen junto al centurión y el estandarte; siento piedras golpear mi escudo. El centurión da la orden y salimos cagando leches hacía nuestras líneas. Los hombres continúan gritando pero ya no importa.
Pepe Aledo Diz.

domingo, 28 de agosto de 2011

Sobre mareas y corrientes.

La hostilidad inicial que el mar muestra hacía el cuerpo de los hombres resulta un calco exacto de nuestros primeros momentos en la tierra. Al nacer abandonamos una realidad inexistente pero maravillosa, un mundo confortable del cual somos único habitante con todo un cosmos a nuestro servicio. Pero un  día somos deportados del eden sin previo aviso y nos vemos desterrados en medio de un mundo hostil y perverso, que nos premia con unos sentidos que provocan dolor.
Así es el mar, como el oxígeno al principio nos ahoga pero luego se hace indispensable. Los guijarros de la playa causan dolor y el contacto con el agua es frío; conforme me adentro más fría se vuelve y pequeñas olas golpean mi pecho. El mar está esperando. Me sumerjo; las aguas y el frío se desvanece, el mar ya no me repudia pues ahora formo parte de él. En eso consiste madurar como hombre en conocer la realidad que permanece opaca a nuestros sentidos.
Nado hacía el interior, me dirijo hacía un pequeño islote que se alza victorioso en medio de las aguas. Nado sin prisa y solo salgo a la superficie para aspirar el aire que limita mis acciones; el Sol me resulta insoportable y rápido busco refugio bajo las aguas que de momento me toleran. Aquí abajo todo es distinto; vuelo por encima de barrancos marinos, me introduzco entre los pasillos que recorren estas murallas, testigos mudos de la creación del planeta y de la gran inundación que trajo la vida. A su manera su tacto pulido y húmedo contiene más sabiduría que cien alejandrías.
Los peces recorren estas murallas; yo juego con ellos, les persigo e intento acariciarlos. Ante mi presencia no se inquietan pues son criaturas valientes; nosotros les atribuimos apenas cinco segundos de memoria y haciendo gala de nuestra arrogancia los catalogamos de criaturas estúpidas y torpes, pero son estás criaturas las que habitan con  los dioses de antaño a los cuales el hombre teme. Ellos son las sirenas y el Kraken, el tritón y Jörmungandr, el delfín que rescata a los náufragos y la ballena que devoró a Jonás.
Doy la vuelta y nadando despacio pero a buen ritmo retorno con los míos; alcanzo un nivel en el cual hago pie y recorro el resto del camino andando. El agua de mi piel se evapora a mi alrededor, miro atrás y me hago una pregunta: ¿cómo es posible que a tan solo doscientos metros de la costa se esconda tanta belleza?
En eso consiste la vida; al igual que el mar ella esconde bajo sus aguas a sirenas y monstruos por igual, unas veces estará en calma y en otras agitadas. No importa lo buen nadador que seas pues ella tiene sus propias reglas. Aquellos que reniegan del sufrimiento jamás serán dignos de las aguas del mar; son seres cobardes que se refugian de las bestias bajo mantas de seda. Solo aquellos a los que el Sol agrieta la piel, golpean las olas el pecho, y escuchan el sonido del Levante comprenderán la belleza de lo efímero. Son quiénes llamo hombres.
por el pesado de siempre: Pepe Aledo Diz.

domingo, 7 de agosto de 2011

EL ROSTRO DE LA MUERTE

Sobre la húmeda turba de Escandinavia, cuerpos de lo que una vez fueron hombres yacen contraídos , amoratadas sus manos, congelados sus rostros y seca su sangre. Entre ellos hay un guerrero cuyo cuerpo se encuentra inerte pero vivo todavía; sus oídos son testigos del zumbido de las moscas, del aletear de los cuervos y el aullar de los lobos. Les escucha comer y desea que rápido le llegue la muerte antes de ser devorado en vida ,la muerte no sería tan horrible sino existiera el dolor. Su cuerpo no le responde, solamente puede sentir el emanar de la sangre de su costado izquierdo y cómo se coagula alrededor de la mano derecha con la cual se tapona la herida recibida; mientras con la zurda  acaricia el pomo de su espada que jamás  volverá a danzar. Su respiración pesada y entrecortada es una traidora que crea nubes de frío vapor, delatando su leve hilo de vida, que  atrae a cuervos y lobos . Qué al igual que las personas prefieren la carne fresca.

Los cuervos alzan el vuelo y los lobos corren a refugiarse en el bosque, ¿acaso han quedado saciados? Entonces recuerda: primero llegan los cuervos, después los lobos y juntos devoran la impía carne de los cobardes, de quiénes vacilaron o murieron dando la espalda al enemigo; y por último llegan ellas. Los ángeles de la guerra, subiendo a la grupa de sus bestias los cuerpos de los caídos con la espada en la mano. Los brazos del miedo se estrechan sobre el guerrero, se sentía más seguro con los lobos. Escucha cómo una de ellas descabalga de su bestia y camina hacía él. El viento aparta a las nubes negras y los  rayos de la Luna iluminan el rostro del ángel. El miedo se desvanece; ella desnuda yace de cuclillas junto a él. Apoya su cabeza sobre las rodillas, le retira la mano que lo mantiene con vida. El guerrero siente calor en el alma, ya no le altera el frío que se va adueñando de su organismo.Le sostiene la mirada, desea que pronto se lo lleve, cualquier lugar le sirve si esta con ella . Acaba de aceptar a la muerte con su rostro.























En el centro de una estrecha pero amplia sala de ceremonias se encuentra Sigfrido. Mira las manos del anciano Tarken ,sentado enfrente suya  pelándose un huevo con sus largas uñas, y sobre él los escudos redondos de vivos colores anclados en la pared . Parecen los ojos espías de la casa. También dirige la vista a algunas jarras olvidadas en medio de la larga mesa de madera con forma de una tosca “C”.

El repiquetear del fuego devorando la leña y el calor que le abrasa la espalda detrás de él le recuerdan que no puede escapar; los escudos en fila de la pared que sus palabras serán escuchadas; la figura anciana, calva y con semblante de rapaz y mirada de cuervo que ha de ser coherente, y las tres jarras esparcidas alrededor de la mesa que tiene sed.

-Bueno Sigfrido cuéntame que ocurrió en el bosque.- no aparta los ojos del huevo y las uñas, sabe que los escudos miran a Sigfrido por él.

-Salí a cazar con el perro de mi difunto hermano y con el caballo de mi padre. Iva tras la pista de un jabalí que ataca a las hijos de los leñadores. Me adentre en el fondo del monte mas no di con él. Acabo oscureciendo así que no tuve mas remedio que abandonar la cacería. Calcule bien el tiempo que me llevaría abandonar el monte pero no predije que las nubes esa misma noche ocultarían a la Luna. Desmonte del caballo, ya que en esas condiciones no era seguro montar, le sujete de la nuca y le obligue a pasar por donde yo lo hiciese, asegurándome que cada paso que dábamos no lo hiciésemos en falso. El animal empezó a inquietarse, cómo de costumbre sabía algo que yo ignoraba; intentó deshacerse de mí . Eran tan fuertes sus arremetidas que no tuve más remedio que presionarle la nuca hasta tumbarle en el suelo y luego echarme sobre su cuello. De pronto supe el motivo de sus nervios. Lobos, pude oír sus aullidos en medio de la oscuridad en la cual estábamos atrapados. El caballo de mi padre quiso abandonarme pero no pudo debido al peso de mi cuerpo ejerciendo presión sobre su cuello y su nuca al hecho de que ninguna  de sus patas estaba apoyadas en la tierra; y seguramente eso salvó la vida del ingrato animal. El perro, más valiente que listo, comenzó a ladrar a los lobos. Al instante pude ver cómo la oscuridad se llenaba de varios ojos verdes y esos varios pares de ojos rodearon a uno que estaba sólo. Los ladridos de combate  se convirtieron  en aullidos de suplica. Los lobos debieron de avalanzarse sobre el estúpido animal con la furia se los condenados ante la que puede ser su última comida.

Semejantes sonidos inundaron mi cuerpo de terror haciendo que perdiera la fuerza y el control de mis nervios. El caballo aprovecho ese instante de indecisión para erguirse, liberándose del yugo al cual lo tenía sometido. Es de suponer que mientras a mí los estertores del perro me paralizaron por miedo a mi animal le reavivaron su instinto de supervivencia, permitiéndole realizar una hazaña que yo creía imposible para una criatura de semejantes limitaciones. Nada mas estar erguido  empezó a galopar en medio de la oscuridad; yo me agarre con ambas manos a sus crines pero el resto de mi cuerpo permaneció colgando de su perfil izquierdo. El miedo nos había dado a ambos una fuerza sobrenatural, no hay otra explicación, el peso de mi cuerpo balanceándose en su cuello no era impedimento para que el decidido animal galopase sin mostrar señales de desfallecimiento ni lamentarse por los tirones que yo daba a sus crines. Por mi parte continué sin soltar sus largos cabellos y a pesar de la incómoda posición mis hombros aguantaron tan dura prueba, menos mal que mis piernas colgantes no chocaron contra el tronco de ningún árbol pues a semejante velocidad las habría perdido.

De pronto mi caballo se paro, hecho su cabeza hacía atrás derribándome en el acto. Creí que quería deshacerse de mí, mas me percate de que estaba celebrando su triunfo personal. Tendido en el suelo, dolorido miré  hacía el cielo y me percate que la Luna estaba brillando en un cielo oscuro pero despejado; escuche sonidos de cascos al trote. Pensé que el caballo se había decidido a abandonarme pero no, continuaba a mi lado. Me levante pesadamente y miré a mi alrededor, por un instante deseé que continuará la oscuridad. El animal me había traído a un claro reconocido que hay en medio del monte donde las copas de los árboles no pueden ocultar la luz de los astros. El suelo estaba cubierto de hombres muertos, quise gritar pero la fatiga de mis pulmones no me lo permitió. La serenidad de mi caballo me tranquilizo. Entonces oí lo que me pareció el lamento de un hombre, me adentre en la carnicería  y encontré a un guerrero derribado en el suelo, con la mirada perdida en el cielo y su boca pronunciaba unos sonidos que querían ser palabras. Estaba gravemente herido. Lo subí a mi caballo, el cual permanecía tranquilo, ¿o era indiferente al destino de los hombres o aquel claro ejercía una influencia extraña en él? Partimos los tres a galope tendido por una senda que bajaba del monte.

Y eso fue todo; al salir del monte lleve al herido a una pequeña cabaña de madera que unos cazadores amigos de mi padre construyeron para que sirviese de refugio para los extraviados en el bosque. Tapone cómo buenamente pude la herida del hombre, hice un fuego y a la luz de este le volví a examinar la herida y de paso le desnude. Cogí mi cuchillo y deje que las llamas del fuego lo calentaran hasta volver la hoja naranja. Cómo no grito di por sentado que había muerto. Me tumbe sobre unas pieles que habia en la cabaña y satisfecho de haber escapado del monte con vida dormí de un tirón lo que quedaba de noche, aunque lo sentía por el perro de mí hermano.

Al día siguiente unos gritos me despertaron, llegue a creer que continuaba en el interior del monte. Sobresaltado abrí la puerta de la casa para marcharme de ahí. La luz del Sol me devolvió la sensatez; era medio día así que el pequeño habitáculo se lleno de luz. El hombre que rescate del monte estaba vivo, gritaba en el suelo como si lo estuvieran matando. Intenté tranquilizarlo, no paraba de gritar, ¿dónde está? Me miraba de una forma que me hizo pensar que no agradecía mi ayuda. Forcejeó conmigo y de haber tenido fuerzas para levantar su espada casi seguro me habría traspasado con ella. Después del ataque de terror cayó en redondo. Cogí mi cuchillo y su espada, monte al caballo y me dirigí a toda prisa al poblado. El resto ya lo conocéis.

Tarken engulle el huevo, mastica lentamente mientras Sigfrido continua de pie. El anciano se inclina todavía sentado hacia su derecha, sus manos arrugadas sostienen una espada cubierta por trapos excepto en su empuñadura. El anciano posa sus ojos en Sigfrido.
-¿Se sabe si fue un ataque enemigo.
-No señor, simples bandidos de las montañas.
-¿Sabes a quién pertenece este acero?
-A Fenrri…
-Hijo de Loke.- interrumpe el anciano- yo combatí junto a su abuelo contra los galeses y los normandos. ¿Cómo se encuentra el muchacho?
-Hay dos hombres y una curandera con él.
-No he preguntado eso.
-Aún es peligroso llevarle a la aldea, pero su herida se cura bien, tendrá secuelas pero vivirá. Recibe buenos cuidados- Sigfrido quiere hablar sobre la mente de Fenrri, sobre sus desvarios nocturnos. Quiere decirle a Tarken que aunque el cuerpo se cure el alma del guerrero se ha perdido. Que lamenta haberle salvado la vida sin saber bien por qué.- cuándo pueda montar le traeremos de vuelta.
-Bien-  los ojos de rapaz advierten que el joven cazador le oculta algo pero no insiste. Todos tenemos derecho a guardar secretos.- Devuélvele su espada cuando mejore, han pasado por mucho juntos-Sigfrido avanza tres pasos y la sostiene, entonces el anciano le dice.-Sigfrido la aldea te debe mucho, revoco tu destierro. Puedes volver.















Sólo quiero estar con ella. Han pasado tres meses y no hago otra cosa que tener pesadillas con ella. La siento cada vez que veo los  árboles sin su follaje, los matorrales consumidos sobre sus ramas o a un pájaro muerto devorado por las hormigas. Me he enamorado de un ser cuya presencia puedo sentir en todas partes pero que rehúye de mí.

La húmeda arena sobre la que se hunden mis pies y el sonido del mar tampoco me ofrece consuelo. Elle y el mar son la misma cosa. Hermosa y serena capaz de ocultar bajo su manto la tempestad de la cual nadie puede escapar. Yo lo hice a duras penas, por culpa de un estúpido cazador que curo mis heridas. Cuando me recogieron de esa estúpida cabaña y me llevaron al poblado todos se alegraron de verme. Mi madre me abrazo agradecida de no tener que enterrar a otro hijo, los niños me idolatraron como héroe, las mujeres como algo más, y mis hermanos de armas me juraron venganza sobre los bandidos que me emboscaron a mi y a siete más en el bosque.

Igual me daba, el mundo mortal. Por eso le pedí a Tarken que me diese el mando de una nave para que cuando llegará la primavera partir hacia las costas normandas y encontrar la bella muerte al lado de mi espada cómo hizo mi padre. Pero el viejo me negó el derecho que corresponde a todo vikingo por nacimiento. Diciendo que  mi herida no me permitiría  rendir cómo se esperaba de mí. Mientras que los guerreros sanos y fuertes partirían con la flota a la expedición de saqueo, yo cuidaría de las cuatro tribus que fondean y viven en el cabo de Odín. Le insistí y hasta le suplique pero el viejo no cedió.

Desesperado opte por el suicidio pero es una muerte cobarde y solamente muriendo al lado de mi espada puedo volver con ella. Así que tome la medida desesperada, la que ese cuervo me obligo a escoger, de combatir a muerte con otros guerreros de mi tribu. El primero fue Kraken, nos encontramos en el mismo camino, le exigí que me abriera paso, el cedió rogándome disculpas. Yo no las acepte y combatimos. En tres movimientos acabe con él, me suplicó de rodillas por su vida, le ordene que cogiese su espada, el no lo hizo y mate al estúpido cobarde desarmado.

El segundo fue Erick que tenía mucho más nervio que Kraken. Le descubrí dentro del bosque cogiendo turba para hacerse un yelmo. Le ataque alegando que tenía serias dudas sobre la virtud de su hermana. Él desenvaino su espada y arremetió contra mi. Casi acaba conmigo, el combate fue largo y ninguno de los dos se imponía sobre el otro. Fue un descuido por su parte lo que me permitió partirle el cráneo de un tajo. El consiguió lo que yo anhelaba.

 Utilizando estas tretas entable combate con dos guerreros más pero igualmente les vencí. Celoso de su suerte les cortaba la mano con la cual sujetaban la espada y les mataba desarmados. No consentía que estuviesen con ella.

En el poblado empezaron las sospechas, si me descubrían me matarían como a ladrones y asesinos. Huí al anochecer con un caballo veloz. Cruce la estepa y me adentre en el monte donde la conocí. Busque a los bandidos que habitan en el interior del bosque con los lobos y las alimañas. Al principio quisieron matarme cómo es natural pero yo les convencí para que me ayudarán a conquistar y saquear el cabo de Odín. La avaricia hizo el resto.

Guíe a treinta bastardos  hasta mi hogar y les indiqué dónde debían atacar. Luchamos, matamos a todos los que había en la aldea. Los niños jamás llegarían a viejo, mis hermanos murieron defendiendo sus hogares, y a las mujeres les tocó la peor parte. Todos murieron: Tarken, mi madre, y mi casa fue quemada. Los bandidos se emborracharon en la mesa de sus víctimas, celebrando su triunfo. Pero yo a pesar de mi temeridad durante la batalla no conseguí morir, pero un hombre consiguió sobrevivir a la matanza. El cazador que me salvo en el bosque pronto remediaría su error. Contó a las otras tribus del cabo lo que había ocurrido. La flota que zarparía en primavera se movilizo para vengar a la tribu de Tarken

Al amanecer de un nuevo día cien lanzas había enfrente de la empalizada. La embriaguez de los treintas bandidos desapareció ante la visión de los siervos de Thor vestido con sus hierros. Yo por mi parte estaba eufórico, sobrevivir a esas cien lanzas era imposible, pero no tuve en cuenta la cobardía natural de quiénes matan mujeres y niños. Los guerreros prometieron a los bandidos que si no oponían resistencia no sufrirían daño, solamente quién los dirigió en el ataque. Los estúpidos así lo creyeron y abandonaron la aldea en fila de a uno entregando las armas. Los demonios del mar desollaron a los treinta bandidos y luego les enterraron vivos. Todavía escucho los gritos. A mi me advirtieron  desde abajo de la empalizada que por traidor me tirarían a un foso lleno de perros hambrientos, desnudo y sin espada.

Delante mía el Sol se oculta bajo las aguas del mar y detrás mía mi hogar se consume por las llamas que yo mismo he provocado con la esperanza de retrasar a las cien lanzas. Tengo poco tiempo antes de que me encuentren pero a la vez todo. Me ajusto el yelmo, arrojo el escudo a la arena y desenvaino mi espada. Rezo una oración a Odín dios de los vientos que domina los mares, suplicándole que me acepte cómo ofrenda. Avanzo la espuma moja mis pies, luego mis piernas se cubren de agua, le siguen mis caderas y así hasta cubrirme la cabeza. Me voy a donde duerme el Sol.

Sigfrido mira un horizonte cada vez más grisáceo, la temperatura desciende conforme lo hace el Sol. La mar se agita violenta de pronto sin ninguna razón, el viento trae la humedad del mar, está corrompe el acero de sus armas mas no le importa. Piensa , como todo cazador haría cuando le falla el instinto, el pensamiento guía al instinto.

Las huellas en la arena le indican dónde debería estar su presa. No hay más huellas en toda la playa, este es el lugar pero falta algo. Falta la presa. Pregunta a la razón aquello que el instinto es incapaz de responder, ¿dónde está? Él llegó hasta aquí, pero no está, por lo tanto debió de ir a otra parte pero no hay huellas; un hombre con armas encima deja un rastro y mas en la arena. ¿Habrá escapado? Imposible, hay cien hombres repartidos entre la playa, la estepa y la aldea reducida a cenizas. El instinto le dice que la presa no tiene escape pero el pensamiento le hace dudar, su uso le engaña.

Una mano golpea el peto de cuero que cubre el torso de Sigfrido. Sigfrido dirige la mirada hacía un hombre de mediana edad, de rostro curtido por la mar y cabellos blancos que requiere su atención.

-Le hemos encontrado.

El guerrero  lleva a Sigfrido treinta pasos al oeste mirando hacía el mar. Sigfrido encuentra a dos hombres fuertes y sanos apoyados sobre sus lanzas. Ambos observan un cuerpo inerte en la arena, mojado y cubierto de algas. Sigfrido analiza el rostro; los ojos abierto que buscan la esperanza y una mandíbula desencajada que emite un grito ahogado, es Fenrri.

-Parece ser que no era buen nadador.- dice la jovial voz de uno de los guerreros, mientras el resto ríen.

Sigfrido mira a Fenrri. La mar de pronto está en calma. En la negra arena yace un objeto metálico entre el cuerpo y el mar. Avanza hacía ese objeto, es una espada.

-No a muerto ahogado- los guerreros miran a Sigfrido sin lograr entender- Es una ofrenda que Odín a rechazado.









                                                      FIN

jueves, 4 de agosto de 2011

ARTAJERJES

Cuentan que al sonido que provoca una lanza al chocar contra el suelo le sigue la muerte de un rey; pues ese sonido indica que el guardia que a guarnece los aposentos del monarca ha caído víctima del sueño.
Yo no lo pongo en duda, pero en mi caso es el propio guardia quien me guía  a través de los pasillos hacia el aposento del rey. El guardia se detiene y me señala una puerta situada a cinco metros delante nuestra. Cruzo esos últimos cinco metros yo solo, que extraños me resultan escrúpulos de los traidores: ¿acaso piensan que por limitar su eficiencia son menos viles sus actos? La humedad de mi mano hace que necesite aplicar más fuerza para agarrar el pomo de plata; de pronto una imagen ataca mi mente: la de un hombre de acero rígido como las montañas, que sin inmutarse hunde su espada en el vientre de un león que intenta devorar su cara. La sangre oxígena mi cuerpo  y  permite que me haga dueño de la situación; esa imagen no está forjada en mi vientre sino tallada en la puerta ornamentada de los aposentos del rey de reyes.. Es una escena que muestra la dura prueba a la cual deben someterse todos los soberanos de Persia. Voy a ser yo, y no el tiempo, quién cause la muerte a un hombre que caza leones.
Abro la puerta lentamente y con cautela; el chirriar de las bisagras suena en mi mente como el redoblar de los tambores de guerra. Mi fuerza homicida se acobarda La habitación esta tenuemente iluminada por lamparillas de aceite, ¿acaso teme a la oscuridad el soberano de oriente? Hace bien.
Me sitúo al nivel de su cabecera en la cama. Desenvaino mi daga de bronce y la duda, o temor, inhibe mis actos. ¿Dónde le apuñalo? El corazón parece la mejor opción, pero la hoja del cuchillo es demasiado fina; no creo que sea capaz de traspasar la caja torácica que con tanto celo guarda el corazón del amo. Podría ahogarlo, coger uno de los almohadones que hay tiradas por las alfombras del suelo, apoyarlo sobre su cara y luego echar mi cuerpo encima. ¿Pero y si se despierta? Es un hombre fuerte y yo apenas mido uno cincuenta. ¡Ya está! Le cortaré las venas mientras duerme plácidamente,  ¿pero y si corto en equivocado y sobrevive a mañana sin desangrarse? Mi cabeza sería el adorno de la pica más alta.
Nunca tuvo nadie su destino más ligado al de un rey que su propio asesino. Su muerte recordará la historia, pero en cambio mi nombre borrarán los anales. Seré yo quién sea ajusticiado, mientras otros se benefician de mis actos. Nunca es suficiente el oro que induce a la traición. Envaino el cuchillo y con cuidado abandono la estancia. Pues el rey está durmiendo y yo hice un mal trato.
Pepe Aledo Diz.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Puntos suspensivos

He aquí un poema del gran Sabina:


Lo peor del amor, cuando termina,
son las habitaciones ventiladas,
el solo de pijamas con sordina,
la adrenalina en camas separadas.

Lo malo del después son los despojos
que embalsaman los pájaros del sueño,
los teléfonos que hablan con los ojos,
el sístole sin diástole ni dueño.

Lo más ingrato es encalar la casa,
remendar las virtudes veniales,
condenar a galeras los archivos.

Lo atroz de la pasión es cuando pasa,
cuando, al punto final de los finales,
no le siguen dos puntos suspensivos

lunes, 1 de agosto de 2011

Cubierto de escarcha

Me encuentro sentado frente a tu puerta, dispuesto a ser el arquitecto de nuestro cielo. Solo te pido que me dejes trazar los planos, intentarlo, y a cambio prometo abrazarte como si mañana hubiese otro Big-Bang. Seguramente no tienes ni idea de lo que es despertarte en mitad de la noche ahogado en tus propia desesperación; ver como el mundo gira y tú con él, pero no poder seguir el ritmo impuesto. Las montañas escarpadas, los bosques de allá arriba, los lagos que parecen océanos... todos se derrumbaron desde que echaste a volar. Yo comencé a caminar en busca del sol que solo Rimbaud halló, pero no alcanzo ni siquiera a deslumbrarme con su fulgor. ¿Ya lo tienes todo claro, verdad? Tú eres mi astro. Regálame atardeceres rosados, que pueda sentirte un poco más cerca de mí, aunque tú estés de capa caída.

Continúo cubierto de escarcha, haciendo gárgaras con el lodo de mi soledad...