martes, 30 de agosto de 2011

Una de romanos.

 El manípulo avanza en vanguardia hacia el erizo macedonio. Aún está lejos pero la imagen de cientos de sarissas macedónicas dirigidas contra nosotros sobrecoge a todas las cohortes; igual que mirar los dientes de un lobo. Los pies de los ochenta hombres, que integramos la tercera centuria, de la segunda cohorte avanzamos al unísono. Debemos llegar todos, sin desorden ni espacios vacíos en las filas; de lo contrario aquellos que  lleguen vivos para el asalto podrían verse solos, y como es de esperar no durarían mucho.
Estoy situado en la tercera línea del manípulo de a ocho, rodeado de hombres y aun así me siento solo.  A través de las nucas de los legionarios veo tomar forma a mis miedos. Nuestra respiración se acelera, el aliento choca con el borde del escudo. Aprieto con fuerza el hombro  derecho del compañero que me precede; en contraste la mano de Emiliano está tranquila, no siento variación en su conducta. Algo vergonzoso; pues yo soy el mayor de los tres y por lo tanto quién debe cuidarlo.
El centurión Julio Brote ordena que formemos en testudo; los decuriones  pasan la orden y nos escondemos del cielo de Heros bajo nuestros escudos. Nos apretamos los unos con los otros, y el sudor a miedo de ochenta hombres provocan que el aire del habitáculo formado por los escudos sea nauseabundo; nos estrangula nuestra propia olor. Oímos una especie de silbido de serpiente; estamos al alcance de sus proyectiles. Las flechas impactan contra la formación, los tenues rayos del sol que se cuelan por los bordes de los escudos parpadean. Algunos proyectiles encuentran carne pues oigo gritos, blasfemias y ruegos. Siento que algo toca mi escudo y aprieto con más fuerza el hombro de mi compañero de armas. Espero no tener que sustituir a nadie de la primera fila.
El centurión ordena un alto, los macedonios lanzan otra descarga contra nosotros; cuando el silencio se restablece reabrimos la marcha. Recorremos unos doscientos metros a paso de mula, durante el camino paso por encima de los cuerpos de tres legionarios. La mano apoyada en mi hombro no ha cambiado en ningún momento: Emiliano continua vivo. Un silbato suena tres veces, rompemos el testudo y formamos en líneas abiertas. Ahora a través de las nucas de mis compañeros veo con claridad al erizo.
Una falange de pezherataitroi de dieciséis filas con un total de 235 hombres, nuestro manípulo se ve pequeño; reconozco que me produce una fascinación obscena ver como se mueven las armas del enemigo. La mayoría cubren su cuerpo con linothorax de lino o cuero pero también observo corazas de bronce que imitan la forma del torso desnudo de un hombre. Cubren su pierna izquierda con una greba la mayoría de cuero como mi coraza; la mayor diferencia entre su equipo y el nuestro está en los cascos, mejores que los nuestro utilizan estilos frigios o beocios, algunos son azules y unos pocos llevan crines para incrementar la altura de su porteador.
Inmediatamente miro a mi derecha e izquierda, me alivia ver el polvo que levanta el avance de otras centurias de la triplex acies. Un tribuno a caballo se acerca, intercambia unas palabras con el centurión; parece ser que estamos unos pocos metros adelantados del resto de las unidades de combate.
Se escucha un silbido, avanzamos, el corneta toca parada. El manípulo y la falange se miran las caras. Diez metros de distancia nos separan, y sus cinco filas de sarissa en ristre hacen que parezcan quinientos. La primera fila arroja sus pilum, suena el silbato, la primera fila retrocede. Rotamos la segunda ocupa su lugar; libero el hombro de quién me precede, lanza su pilum. Emiliano suelta mi hombro; la tercera fila se sitúa  en cabeza. Ya puedo verles la cara: bendito espectáculo los pezherataitroi están asustados. Su formación se tambalea; su primera, segunda y tercera fila están prácticamente deshechas. Lanzo mi pilum al unísono con el resto de mis compañeros, se escuchan gritos y varias sarissas se desploman resultando tan amenazadoras como las ramas caídas de un árbol. Se oye un silbato que toca a carga, y me percato de que la tercera fila es ahora la primera; desenvaino mi falcata y posiciono mi escudo en horizontal a manera de ariete, cargo hacia una masa de cuero y bronce. El manípulo avanza como si fuese una única bestia gritando y maldiciendo. Los hombres de las últimas filas cantan canciones para infundir ánimos.
El enemigo intenta rehacer sus líneas pero resulta en balde. Esquivamos con facilidad las pocas sarissas que nos amenazan y arroyamos a sus portadores, muchos huyen incrementando la aglomeración de hombres y a la confusión. Con mi escudo golpeo los huesos de una masa de carne, ante mi aparece un rival con coraza de bronce que me ataca con su sarissa partida; pero una lluvia de pilums le atraviesa el pecho y otros caen muertos a su alrededor; la cuarta fila nos da cobertura. Utilizamos nuestros escudos ovales para desequilibrar al enemigo e introducirnos en sus filas apuñalando sin piedad, como lobos que encuentran una cuna abandonada en el bosque.
Provocamos el lloro en hombres armados; lanzo tajos por debajo de sus piernas. Las grebas guardan los muslos macedonios pero el cuarto tajo encuentra carne y la arena se tiñe de sangre y orines. Continuo hacia delante, de los enemigos heridos se encargaran los hermanos de detrás. Veo una espalda desnuda, la hiero y grita; al momento unos brazos me sujetan los hombros pero enseguida pierden fuerza. Me libero de su llave y el cuerpo que hay detrás de esos brazos es el de un niño. Los pezhetaitroi empiezan a reaccionar ante la situación abandonan las sarissas y desenvainan los kopis; ya no existe la formación y el orden, nos matamos a dentelladas como aguiluchos dell mismo nido. Un legionario cae ante mi gritando y agarrándose una herida en el muslo; el rival que le ha provocado la herida está de rodillas en el suelo. Me ataca, rechazo su golpe con el escudo y le asesto un tajo vertical en la cabeza, su pobre casco de cuero se resquebraja ante el impacto, su frente y ojo izquierdo han quedado dañados. Unas manos me hacen a un lado, es el legionario herido, se abalanza al cuello del pezhetaitroi, ese ya no causara más problemas. Entre el polvo levantado busco a un enemigo; veo un espaldar de bronce, apuñalo la ingle de su porteador; éste cae al suelo gritando como una mujer y únicamente cesa cuando otro legionario le atraviesa el cuello con un gladius. Avanzo pisando a los muertos; un camarada cae herido con una brecha que le cruza toda la frente, masa cerebral asoma por la herida. Su atacante viene hacia mi, alza su escudo con los bordes manchados de sangre por encima de los hombros, (no voy a perder el tiempo en preguntarle que pretende). Me agacho y al mismo tiempo me cubro, siento el golpe, hundo mi falcata en su vientre. Suelta el escudo y le propino un tajo de derecha a izquierda que le rebana la garganta; su sangre salpica mis parpados y el bronce de mi casco.
Una cota de malla aparece ante mi; solo hay un hombre en el manípulo que lleve ese tipo de protección: Emiliano. Intento darle alcance; está cerca pero lejos a la vez. Emiliano se agacha para hundir su gladius en el vientre de un enemigo caído enemigo; continuo avanzando y cuando llego a la altura de aquel mismo enemigo hundo mi falcata en él; grita aún vive pero no amenaza. Una vez logro alcanzar a Emiliano le grito pero no escucha; está ocupado desollando a un hombre. Miro a mi alrededor y mi valor expira; a diez metros por delante nuestra hay una falange de reserva que nos amenaza con las sarissas. Escucho un sonido cortante y al segundo un romano yace en el suelo. Los macedonios nos hostigan con proyectiles, el manípulo hace rato que ha perdido su cohesión vital; el combate cuerpo a cuerpo ha roto nuestra unidad y desecho la disciplina, cada legionario lucha solo y eso lo hace una presa vulnerable para los proyectiles que los peltastas nos arrojan protegidos dentro de la falange. Algunos peltastas abandonan la protección de la infantería pesada para tener un mejor ángulo de disparo, unos pocos incautos les persiguen pero los peltastas se refugian en la falange y los legionarios quedan ensartados en las picas. Oigo un trueno, la voz del centurión que llama a los hombres para reagruparse. Los proyectiles se ceban con aquellos cuyo escudo ha sido inutilizado. Una jabalina alcanza al caballo del tribuno; cuando el animal cae éste queda inmovilizado por el peso. Grita mucho, pero ni podemos ni queremos ayudarle. La falange avanza hacia nosotros, retrocedemos como podemos esquivando cadáveres y abandonando heridos. Unos pocos hombre permanecen junto al centurión y el estandarte; siento piedras golpear mi escudo. El centurión da la orden y salimos cagando leches hacía nuestras líneas. Los hombres continúan gritando pero ya no importa.
Pepe Aledo Diz.

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