domingo, 28 de agosto de 2011

Sobre mareas y corrientes.

La hostilidad inicial que el mar muestra hacía el cuerpo de los hombres resulta un calco exacto de nuestros primeros momentos en la tierra. Al nacer abandonamos una realidad inexistente pero maravillosa, un mundo confortable del cual somos único habitante con todo un cosmos a nuestro servicio. Pero un  día somos deportados del eden sin previo aviso y nos vemos desterrados en medio de un mundo hostil y perverso, que nos premia con unos sentidos que provocan dolor.
Así es el mar, como el oxígeno al principio nos ahoga pero luego se hace indispensable. Los guijarros de la playa causan dolor y el contacto con el agua es frío; conforme me adentro más fría se vuelve y pequeñas olas golpean mi pecho. El mar está esperando. Me sumerjo; las aguas y el frío se desvanece, el mar ya no me repudia pues ahora formo parte de él. En eso consiste madurar como hombre en conocer la realidad que permanece opaca a nuestros sentidos.
Nado hacía el interior, me dirijo hacía un pequeño islote que se alza victorioso en medio de las aguas. Nado sin prisa y solo salgo a la superficie para aspirar el aire que limita mis acciones; el Sol me resulta insoportable y rápido busco refugio bajo las aguas que de momento me toleran. Aquí abajo todo es distinto; vuelo por encima de barrancos marinos, me introduzco entre los pasillos que recorren estas murallas, testigos mudos de la creación del planeta y de la gran inundación que trajo la vida. A su manera su tacto pulido y húmedo contiene más sabiduría que cien alejandrías.
Los peces recorren estas murallas; yo juego con ellos, les persigo e intento acariciarlos. Ante mi presencia no se inquietan pues son criaturas valientes; nosotros les atribuimos apenas cinco segundos de memoria y haciendo gala de nuestra arrogancia los catalogamos de criaturas estúpidas y torpes, pero son estás criaturas las que habitan con  los dioses de antaño a los cuales el hombre teme. Ellos son las sirenas y el Kraken, el tritón y Jörmungandr, el delfín que rescata a los náufragos y la ballena que devoró a Jonás.
Doy la vuelta y nadando despacio pero a buen ritmo retorno con los míos; alcanzo un nivel en el cual hago pie y recorro el resto del camino andando. El agua de mi piel se evapora a mi alrededor, miro atrás y me hago una pregunta: ¿cómo es posible que a tan solo doscientos metros de la costa se esconda tanta belleza?
En eso consiste la vida; al igual que el mar ella esconde bajo sus aguas a sirenas y monstruos por igual, unas veces estará en calma y en otras agitadas. No importa lo buen nadador que seas pues ella tiene sus propias reglas. Aquellos que reniegan del sufrimiento jamás serán dignos de las aguas del mar; son seres cobardes que se refugian de las bestias bajo mantas de seda. Solo aquellos a los que el Sol agrieta la piel, golpean las olas el pecho, y escuchan el sonido del Levante comprenderán la belleza de lo efímero. Son quiénes llamo hombres.
por el pesado de siempre: Pepe Aledo Diz.

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