sábado, 10 de marzo de 2012

Vainilla

Era mi único oficio mirarla, no lo niego. Los viajes en tren se habían convertido en un placer demasiado efímero desde empecé a compartir vagón con ella, con Vainilla. Por supuesto, éste no era su verdadero nombre y tampoco quería yo conocerlo; era la designación de ser a esa olor dulzona que dejaba en el aire, en el viento. Nunca fui cobarde mas tampoco me atreví a dirigirle la palabra, pues hasta sus ojos verdes me sumían en un estado de embriaguez que nunca más volví a experimentar, deplorable, patético. ¿Chica de mis sueños? No, dulce locura de mis sentidos; deseo platónico incontrolable.

Aquel día estaba más preciosa que nunca, sus labios eran más exultantes cuando el carmín los recubría. Un escalofrío me asaltó y yo sabía que aquello se asemejaba más a una señal que a una reacción fisiológica así que tracé un plan; pedí al encargado de verificar los tickets que en lugar de un simple garabato escribiera una fecha, una hora y un lugar: y así lo hizo.

Todo el mundo piensa que es necesaria la presencia de dos personas para que se pueda hablar de cita, no podía calificar entonces a este fortuito hecho de tal cosa, pues Vainilla no acudiría y yo estaba mentalizado de ello. Fui un manojo de nervios todo el día, mi estómago parecía estar centrifugando como una lavadora y poco a poco incluso empecé a pensar nos encontraríamos. Llegué al lugar 15 minutos antes de la hora prevista y como era de esperar, ella no estaba. Los minutos pasaban lentos, muy lentos y yo ya estaba convencido de que no vendría pero cuando ya me disponía a irme, un olor familiar comenzó a flirtear con mi nariz, había venido. ¿El final de la historia? Un dulce beso con esencia de Vainilla.

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