jueves, 3 de noviembre de 2011

Sobre emperadores y leones.

Erase una vez tres hombres sabios que se autodenominaban hombres del pueblo, aunque ignoraban las auténticas inquietudes de éste o a cual pertenecían. En una tertulia los tres hombres discutían sobre la auténtica naturaleza del hombre (por lo visto ahorraron la cerveza los miserables). Existían dos posturas al respecto: una consistía en considerar al ser humano un ente desnaturalizado para mejor, el cual siempre tendía a ser justo y bueno pero que la sociedad en ocasiones demasiado saturada le pervierte. El segundo hombre pensaba justo lo contrario, el exilio voluntario del hombre de su entorno natural le había convertido en un ser mezquino y cruel, y que estaba condenado a la extinción (otro soplapollas). El tercer hombre, el que menos hablaba, se limitó a contar una historia:
Cuentan que el emperador Adriano en uno de los múltiples viajes que realizó en vida sobre su vasto imperio fue testigo de uno de los espectáculos más hermosos que pueda ofrecer la naturaleza.
El emperador había cruzado el mediterráneo y desembarcado en África para visitar sus provincias al norte del continente: la rica en jinetes Numidia y la un día poderosa Cartago. La nobleza local preparó un recibimiento digno y organizó una excursión para el emperador; y montados sobre elefantes recorrieron los anchos paramos de hierbas altas para contemplar aquella fauna tan distinta a la de Roma.
Al atardecer la comitiva alcanzó un pequeño lago rodeado de grandes arbustos que llegaban hasta los ojos de los elefantes; en el centro se encontraba una manda de leones. Adriano observó con interés pues una tragedia se estaba representando en el pastizal.
 Dos leones, uno viejo y el otro joven, combatían.  El león viejo luchaba movido por la desesperación, deseaba acabar con el joven de inmediato. Cada golpe errado o que el joven se limitaba a aguantar sin mostrar signos de desfallecimiento volvía loco al pobre animal. Finalmente la nueva generación humillo a la anterior, el viejo abandonó cabizbajo, cansado y herido aquello que una vez fue suyo. No tuvo valor para mirar a ninguna de las leonas y quiso adentrarse lo antes posible en la larga y agónica muerte que le esperaba.
La manada comenzó a inquietarse, el león joven registraba detenidamente las hierbas y matorrales buscando a los príncipes de su oponente, y uno a uno los fue matando conforme los encontraba. Nada pudieron hacer las leonas que en vano intentaron llamar su atención; a dos los devoró pero el resto quedaron tendidos con las lenguas fuera mirando al Sol. El león joven ebrio de victoria quiso explotar al máximo su triunfo y se colocó detrás de una de las leonas y empezó a montarla. Ella resignada se dejó hacer por el asesino de sus hijos; y éste no se limitó a copular sino que además gozo cómo un cabrón profiriendo alaridos y mordiendo suavemente la nuca de ella.
Los asistentes del séquito se escandalizaron ante la escena pero Adriano se limitó a decir: “igual que nosotros”.
Esa es la verdad; nos pensamos que la naturaleza es presumida y afable por su follaje pero esa misma vegetación esconde una realidad cruel e igual de salvaje que las presuntas civilizaciones de los hombres. No somos peores ni mejores a las otras especies; somos capaces de quemar el mundo entero, verter sal sobre la tierra calcinada y luego crear de la nada. Esa es mi naturaleza.
El tercer hombre no fue invitado a más tertulias.
Pepe Aledo Diz.

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