jueves, 26 de mayo de 2011

                     Tras un largo viaje Heracles regresó a Micenas, y ante la mirada de los leones de piedra, deposito las manzanas de oro de las Hesperides en la puerta de la ciudad que gobierna su tio Euristeo. El mismo Euristeo que le exigió ahogar al león de Nemea, cortar y quemar las cabezas de la hidra de Lerna, cargar al jabalí de Erimanto, cazar a la cierva de Cernie, dar muerte a las aves del lago Estinfado, limpiar los establos del rey Augias, apresar al toro de Creta, domar a las yeguas de Diomedes, de matar a Hipolita por un cinturon de oro sin valor, de traer los bueyes de Gerones a través de Europa. Ese mismo Euristeo por el cual descendio a los infiernos para dominar al Cancerbero.

                     Había finalizado la última de las doce pruebas; después de años de lucha y fatiga, de comer en el mismo plato pena y gloria. Había logrado aquello que, hasta en ese mismo momento, los hombres se habían atrevido a considerar imposible.

                      Euristeo no tuvo más opción que liberar a Heracles de su palabra y dejarle marchar. Heracles abandonó la ciudad de los leones de piedra, pero bajo el Sol del ocaso sintío que su merecida paz se vio alterada. Alterada por el miedo al horizonte y al tiempo. Heracles comprendió que delante suya se le presenta una prueba para la cual su fuerza inmortal era estéril: la de ser libre. Heracles dio media vuelta y regresó a la ciudad.

Pepe Aledo Diz

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