lunes, 20 de junio de 2011

Arrastro mi cuerpo a través de un océano de matorrales que jamás me devolverá a tus brazos. El astro rey es testigo indiferente de mi naufragio en la vida. La sangre que emana de mis heridas no merece ser lavada como tampoco secado mi sudor. No hay desfiles, ni cohetes que tiñan el  firmamento de venecianos colores para los perdedores.
Mi figura tendida y mutilada es mi único honor, mi cruz de hierro particular. Aquellos que como yo comimos a la vez que dormíamos tranquilos y seguros dentro de la fortaleza que nos pario, pero llegado el asedio pactemos con la oscuridad para abandonar a nuestros hermanos. No merecemos otra cosa que el suplicio de la cruz y del olvido.
Que se atraganten con su propia lengua los hipócritas; ellos desprecian a los gladiadores que tiñen sus espadas de sangre, pero luego rinden pleitesía al emperador.
¡Judas por favor! Besa los labios de aquellos que sufren por amor. Tú aliento no será repudiado, ni siquiera por tu hermano Jesús. Pues la soledad crea extraños aliados.
No creo en la caridad, ella es una máscara que utilizan las malas bestias; aquellas que no devoran lo que matan. ¿Y la justicia? Una excusa para no hacer nada.
Mi respeto se lo concedo al peón de la partida. Cuya única aspiración es defender a su reina, la cual le ignora por ser del mismo color, pero muere devorado por un caballo o alfil; defendiendo a un rey que su lealtad nunca supo merecer.
La herencia que dejo a mi estirpe maldita es: el olvido, la ignorancia sin cura, la soga homicida y secos campos donde las flores más bellas fueron raptadas para morir en peceras de opaco cristal. Ningun carroñero se dignará a mancillar sus fauces con mi carne impía. Si alguna tumba quisiese cobijar mis restos que graben en mi lápida con orina: falso, cobarde, cruel, mezquino… Hombre.

Pepe Aledo Diz

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