miércoles, 27 de julio de 2011

China

Me encuentro sentado en el vestíbulo de un lugar tremendamente iluminado. Creo que sufro de ceguera. El número de cabezas que se divisa desde mi inmediatez al horizonte es infinito, y eso me cohíbe. Estoy empezando a pensar que en lugar de encontrarme en los instantes previos a mi juicio final, ocupo una de esas oficinas de desempleados en las que el olor a axila empapada y a  colonia "formato ahorro" comprada en unos grandes almacenes dotan al lugar de un aroma característico. 

Todo ha transcurrido demasiado rápido. Volaba en dirección a China para ultimar una serie de negocios clandestinos con esos esclavos amarillos con cara de estreñidos cuando ha ocurrido todo. El copioso aburrimiento en el que me encontraba durante el trayecto en el avión -viajaba en primera clase, por lo que el número de vasos de whisky de malta ingeridos superaba el límite de la ebriedad- me llevó a alternar el uso de la persuasión propia de un hombre de negocios con algunas de las asiáticas que frecuentaban mi alrededor, y el uso enfermizo del ordenador portátil que sostenía entre mis piernas. Acabé disfrutando del perfume al Lejano Oriente que emanaba de la ropa interior de una joven que viajaba sola. Quizás no había cumplido todavía la mayoría de edad, pero no me importaba en absoluto, puesto que el tamaño de sus senos me hacía evadirme de mis prejuicios morales. Fue entonces cuando, subiéndome la bragueta y arreglando un poco el desorden que había quedado en mi ropa por las prisas, creí ver a través de una de las ventanas un ojo gigantesco que parecía pertenecer a un reptil. Ninguno de los allí presentes parecía haberse percatado del fantástico suceso, y yo tampoco podía creer lo que contemplaba. Me froté innumerables veces  los ojos, y acudí rápidamente hacia la ventana más cercana a mi localidad en busca de un segundo vistazo que desmintiera mi locura. Pero mis sospechas resultaron ser ciertas: un enorme dragón con distintas tonalidades y fulgores acompañaba de forma paralela al pájaro metalizado. No logro recordar más detalles de este catastrófico momento, puesto que el animal mitológico sonrió mientras guiñaba su ojo izquierdo, y a partir de ahí una luz se apoderó de mí. Instantes después aparecí aquí, entre toda esta gente.

“¿José López López? Pase usted ante el tribunal.” “¿Es una orden?” “Si no lo hace, prepárese para conocer el lado oscuro del maestro, El Iluminado.”
No me queda más remedio que hacerle caso a este hombre diminuto cuyo cuerpo se encuentra cubierto por un kimono oscuro en el que resalta su larga cabellera plateada que, recogida cuidadosamente, descansa sobre su hombro izquierdo. Tras cruzar el umbral de una puerta gigantesca con dos carpas koi de terracota, bañada por la estela de un riachuelo que desemboca en una cascada de gran pendiente, llegamos a un lugar completamente vacío en el que la luz que había hecho menguar el tamaño de mi pupila considerablemente desde que se evaporase la realidad aérea que me ocupaba, todavía no ha cesado. De repente, me encuentro ante un hombre de tamaño desorbitado, envuelto en un trozo de tela amarillento que deja prácticamente la mitad de su cuerpo a la vista. Las enormes facciones de su rostro: pómulos hinchados y una nariz inclinada hacia arriba que origina unas nada discretas fosas nasales, ponen la guinda del pastel a una obesidad mórbida. Sin embargo, la piel que posee le da a un aspecto infantil, debido a la suavidad que contornea todos sus rincones.
“Cómo puedes ver, tu religión occidental no es más que una patraña, mi nombre es Siddartha, pero todos me llaman Buda . Dame unos pocos segundos para que pueda hacer un recuento del balance de karma que has ido acumulando a lo largo de todos estos años. … … … … ¡Pero qué ven mis ojos! ¿Desvirgaste a una niña nipona durante tus últimos minutos de estancia en el mundo terrenal?” “La culpa no fue mía señor. El tamaño de sus senos y la desesperación me incitaron a intentar desinhibirme a toda costa. Además, tengo miedo a volar – en realidad todo había sido una acción desesperada por acabar con la monotonía que me acechaba a causa de las numerosas horas que  llevaba subido a aquel avión-.” “No te creo. Prepárate. De ahora en adelante te alimentarás y harás tus necesidades en el mismo lugar. Te reencarnarás en un puerco de cola enroscada. Hasta la vista”.

Si algo tengo claro, es que no seré yo quien copule a una de esas cerdas vietnamitas, pues no quiero volver a tener nada que ver con ningún asiático. Definitivamente, estoy harto.



El puto Dani.

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